“¿Es necesaria una mayor especialización orgánica y/o profesional en la justicia civil de familia?”, reflexiones de Jesús María González, Catedrático de Derecho procesal

¿ES NECESARIA UNA MAYOR ESPECIALIZACIÓN ORGÁNICA

 Y/O PROFESIONAL EN LA JUSTICIA CIVIL DE FAMILIA?

 

Jesús María González García 

Catedrático de Derecho Procesal

Universidad Complutense de Madrid

Socio fundador de la Plataforma Familia y Derecho

 

Hace unos meses se constituyó la Plataforma Familia y Derecho, aunando un gran número de inquietudes, talento y entusiasmo profesional por la mejora de la habitualmente denominada, de forma impropia, “jurisdicción de familia”. Son –somos— muchos los que concebimos nuestro quehacer profesional no sólo como el mero cumplimiento de unas funciones regladas, sino que creemos que también forma parte de nuestro compromiso con la sociedad contribuir a dejar las cosas en mejores condiciones que cuando nos las encontramos al inicio de nuestra andadura; o, al menos, a mostrar el camino a quienes han de recorrerlo y/o tienen que tomar las decisiones para mejorarlas.

Esa es la razón por la que decidí sumarme a este singular proyecto, atendiendo la amable invitación de una de sus más entusiastas promotoras, Isabel Winkels. Los profesores universitarios, como atentos observadores de la realidad, también tenemos algo que aportar en este debate, desde esa prudente distancia que nos lleva a percibir las cosas sin otro condicionamiento que nuestro compromiso con la verdad y, tal vez, con mayor desapasionamiento que muchos de quienes las conocen de su experiencia cotidiana. Una visión desde la barrera –si se me disculpa el símil taurino— puede ofrecer una mejor perspectiva de la lidia y facilita el diagnóstico de cada una de las suertes que integran la faena en su conjunto.

Hechas las presentaciones, solo me queda dar respuesta a la pregunta que encabeza este escrito: ¿Es necesaria una mayor especialización orgánica y/o profesional en la justicia civil de familia? Creo que la mejor manera de exponer mi posición es ilustrándola con un ejemplo real.

A principios de 2019 acudió a mí un gran amigo, no jurista él, para plantearme las inquietudes que le planteaba su proceso de divorcio. En concreto, le preocupaba que el juez –en un partido cercano a Madrid— había citado a los tres hijos comunes, menores de entre diez y quince años, para tomarles declaración en el juicio oral; uno de ellos, el mayor, a petición propia, quería exponer su voluntad de quedarse bajo la guarda y custodia de su padre. Se trataba de una legítima preocupación, como padre, ante hechos que determinarían el futuro de la relación con sus hijos y grandes cambios en su vida personal y profesional, con afectación de su lugar de residencia, incluso del nivel de renta disponible para recomenzar su vida. “No te preocupes”, le dije, “creo que estás bien asesorado y, además”, añadí, “allí estará el fiscal presente, en defensa de la legalidad y de los intereses de vuestros hijos”.

Concluida la vista, mi amigo me llamó para decirme, preocupado, que todos habían comparecido menos el juez titular (quien admitió e incluso propuso de oficio parte de la prueba), y que el que lo sustituía legalmente rechazó tomar declaración a los menores, a pesar de la protesta de su abogada. “Y el fiscal, ¿no dijo nada?”, le pregunté: “Es que el fiscal tampoco compareció”. La petición fue reiterada en diligencias finales e igualmente rechazada por su señoría.

Tras una discreta indagación con amigos fiscales, pude enterarme de las exiguas condiciones en las que trabajan algunos destacamentos de la Fiscalía, especialmente fuera de las capitales de Provincia. “Apenas tenemos efectivos”, me dijeron. “Somos muy pocos, con escasos funcionarios y muchas veces sólo alcanzamos lo urgente –que suele centrarse a la jurisdicción penal—, pero no llegamos a todo”. “A todo” eran, precisamente, los procesos civiles de familia.

A mayor abundamiento, la sentencia no fue del agrado de las partes: el padre quería la custodia de los tres hijos, la madre pidió la de los dos pequeños, pero el fallo se la concedió, la de los tres, a la madre. Es decir, no satisfizo a nadie, ni a padres ni a hijos. Me lo contó y le quise tranquilizar haciéndole ver que todavía quedaba una instancia. Pero pensé: “¿Y cómo le explico que la apelación es en un solo efecto y no suspende el fallo recurrido?”.

Finalmente la Audiencia Provincial declaró nula la sentencia y ordenó la retroacción de las actuaciones, en aplicación de la doctrina constitucional (entre otra, de las SSTC 221/2002, 71/2004 y 15/2005). Y el juicio se repitió –ante el mismo juez y ya con presencia in extremis del fiscal—poco antes del confinamiento. No sin otras incidencias en las que no me detengo por no desviarme del camino.

Hasta aquí el ejemplo. Sé que lo expuesto no basta por sí solo para extraer conclusiones generales; al fin y al cabo, como nos enseña la máxima aristotélica, “una golondrina no hace verano”: es decir, no es de recibo construir una tesis a partir de lo que es, quizás, una mera anécdota. Pero, aunque así fuera, me pregunto: ¿Cuántos de los que lean esto no podrían relatar sucesos parecidos y posiblemente más extravagantes que los aquí contados?

Pasaré, ahora sí, de lo anecdótico a lo general.

La jurisdicción civil viene desarrollando una laboral colosal desde la promulgación de la Ley 30/1981, de 7 de julio, en condiciones muchas veces difíciles, y en un ámbito donde los litigantes enfrentan situaciones personales dramáticas que con frecuencia afectan intereses de terceras personas especialmente vulnerables, como son los hijos de la pareja en crisis. El juez puede disolver el matrimonio, pero no la relación entre padres e hijos y no es extraño que pervivan relaciones entre la propia pareja, incluso tras la ruptura.

El reconocimiento de la labor judicial no debe ser excusa para ocultar que existen no pocas quejas al funcionamiento del sistema, tras casi cuarenta años de vigencia de la ley del divorcio. Se plantean algunas en el terreno de lo organizativo (nuevas demarcaciones territoriales, reordenación de la competencia, especialización técnica, implementación del diseño de los juzgados y de sus locales), y otras, en el de la formación y sensibilización de los profesionales o la huida de la burocratización. Por citar algunas.

Muchas de ellas no son nuevas, sino recurrentes, y todas precisan de un compromiso firme de los poderes públicos. Por explicarlo con brevedad: bastaría quizá con que el Estado manifestara su interés por que la Jurisdicción funcionara con el mismo grado de eficacia que la Agencia Tributaria.

Todos merecemos que la tutela de los tribunales sea realmente satisfactoria y eficaz. De ello depende la confianza ciudadana en uno de los poderes del Estado, el que ejercen los jueces y magistrados. Confianza que, no olvidemos, entronca con la seguridad jurídica y es fuente de la legitimidad –del respeto— que para el ciudadano tienen sus decisiones. Pero, más allá de intereses generales, de ello depende la restauración de la paz jurídica en casos concretos y la regulación de la vida de las personas en situaciones dramáticas como las derivadas de una crisis conyugal. De ello depende que la Jurisdicción no sea percibida como un obstáculo más, o como fuente de desconcierto, insatisfacción, ansiedad y desesperanza por los ciudadanos, auténticos destinatarios de la función jurisdiccional.

Con estas premisas, ¿cree el lector que con una mayor y mejor especialización orgánica y/o profesional, situaciones como la relatada podrían haber tener un devenir diferente? ¿Cree que con profesionales mejor formados y con una organización y distribución más racional de la competencia podríamos contribuir a reforzar la confianza ciudadana en la Administración de Justicia? Creo que mi opinión está clara. Que cada cual forje la suya.

 

 

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